Era sencillo enamorarse de ella…




Cuando la vi por primera vez, llevaba un vestido azul cielo de noviembre. El traje llegaba por debajo de las rodillas. No era ajustado, pero marcaba finamente su figura que partía en dos con un cinturón de tejido animal que daba cuenta de su lado salvaje.  Los zapatos altos, de suela roja, eran de patente negros y tipo stilletto, hermosos y algo gastados, como ella.

No dijo nada. No decía nada a menos que estuviese molesta. De resto era suave, inadvertida pero igual llamaba la atención. Sin embargo, detrás de las bolsas de compra, de las medias sonrisas, del clima amable al pasar, si la veías de frente y por largo rato, lograbas tocar su tristeza, hasta su enfermedad, que la escondía en medio de la belleza de sus cabellos largos y rubios y de su edad sin edad.

Me senté a su lado y la miré sin que ella lo notara. Esa tarde, de negro largo, daba cuenta que seguramente se pintaría de fiesta nocturna. Pero sola. Siempre sola contra el mundo. 

Entre comentarios de pasillos,  escuché que era una rebelde indomable. Que prefería su soledad a la de un dominio inaudito que le dañara la voluntad y la cintura. Pero, como en todas las historias, ella se topó en sueños con un hombre que marcó huella. Tras varios intentos de conquista, la dama cayó rendida a sus pies, hasta que un día -para algunos malo y para otros, bueno- entendió que él no la veía, que la caminaba, la vestía, la tocaba pero no sabía leerla. Ella quería crecer. Él no sabía lo qué quería, ni para él, ni para ella. Un día, en su egoísmo de macho le advirtió que solo quería correr. Incluso, correr de ella. 

Dolida y abatida, sacudió su melena. Igual, era tarde. Ella lo amaba pero decidió ser libre, en la medida de sus posibilidades. Cada dos por tres se retorcía y liberaba una energía enorme y dejaba que su cuerpo se fuese a otros lugares, mientras él se quedaba en su mundo. Sin verla. Sin entenderla. Sin amarla pero amándola.

Era sencillo enamorarse de ella, pero era muy complicado enamorarse de ella. Y también de él. 

La vi irse detrás de mí, pero era yo el que se movía. La llevaba en mi espalda, amarrada, compañera, y sin embargo se quedaba inmóvil. 

La extraño. La amo. La olvido. 

Foto tomada de El Universal Venezuela

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