"Jesús, dame tu mano"



Hoy es Pascuas, es decir, el día más importante del Cristianismo junto al nacimiento de Jesús. Es de cierta forma el segundo nacimiento del Hijo de Dios y la promesa de la eternidad.

Hablando con mi madre, recordaba la frase que le dá nombre a esta entrada del blog y que era ampliamente usada por mi abuela Julia. A mi mamá le pareció propicia que agregara esta breve historia a este espacio. Por ello, la comparto con ustedes.

Mi abuela materna perdió la visión de manera progresiva a causa de un proceso degenerativo de rápido avance llamado hialosis asteroide. Esto hizo que ella se tropezara, golpeara, cortara y cayera en muchísimas ocasiones, provocando mucha inseguridad en ella.

Cada vez que íbamos a salir, yo era quien la llevaba hasta el carro y ella, ante las escaleras del estacionamiento, decía siempre: "Jesús, dame tu mano", a lo que yo impaciente respondía: ¿Para qué llamas a Jesús si yo estoy aquí, con mis manos para ayudarte? ¿No te das cuenta que Jesús tiene asuntos mucho más importantes?". Sabia, tal vez, mi abuela no me respondía y tomaba de mi mano con cierto temor hasta llegar al vehículo, donde nuevamente se sentía a salvo.

No me pregunten cuántas veces ocurrió esto. Solo sé que tuve una gran lección con ello.

Una vez a decidí ir a Roraima (para los que no lo conozcan, una formación rocosa llamada tepuy, muy conocida en Venezuela, Colombia y Brasil. Ahí les dejo el link).

Mi novio (hoy, mi esposo) y yo nos preparamos para ese trekking. Ejercicios, ropa especial, morrales con todo, comida, la mejor guía que pudimos conseguir... Todo estaba en perfecta organización.

Cada día de este viaje fue una experiencia única y especial. Sin embargo, el tercer día, justo cuando se empieza a subir "la pared" de Roraima, todo había amanecido completamente mojado por una lluvia larga y suave, de la noche anterior.

De repente, ante ese muro rocoso estaba bañado en barro resbaloso; sola (pues mis compañeros iban adelante y atrás) sentí en varias ocasiones que no podía continuar. Donde colocaba mis pies se convertía en un jabón mojado dentro de la ducha. Debo confesar que tenía miedo de no poder llegar a la cumbre, de dañar el viaje, de decepcionarme a mí misma y a los demás y de caer. Estaba cansada, muy nerviosa. Como por arte de magia, algo se subió a mi boca y dije: "Jesús, dame tu mano". Traté de impulsarme y casi inmediatamente mi pie derecho resbaló y pensé que caía. A la par, algo me retenía. Al girar mi cabeza observé a un hombre fuerte, sin cabello, vestido como el mejor de los deportistas, que me sostenía por el anillo superior del morral que cargaba en mi espalda.

Como si levantara a un niño, el hombre me impulsó y me dijo "Aquí estamos para ayudarnos todos". Me sugirió descansar un poco, tomar agua y disfrutar de la vista que me ofrecía el Roraima desde ese punto. Le agradecí su inmenso apoyo. Si rodaba hacia abajo el resultado sería, mínimo, una fractura y un viaje deshecho.

Después de calmarme, continué caminando más lento y con más serenidad. Pensando a cada instante en "Jesús, dame tu mano", como un mantra definitivo. Llegué arriba con mucha alegría. Todos mis compañeros de viaje me esperaban con un poco de preocupación, más aún el que luego se convertiría en mi esposo.

Volví a ver al hombre que me ayudó. Estaba con un grupo como deportistas-runners y me saludó en un par de ocasiones con su mano. Lo más mágico de todo es que no fue un ángel, ni un espíritu del más allá. Fue un ser humano enviado para ayudarme y aleccionarme que cumplió con su tarea (descrita por el mismo Jesús) en eso de brindarle auxilio y acompañamiento a otro.

Desde ese día dejé de burlarme de mi abuela Julia y de pelear cuando pedía la ayuda de Jesús. Actué como el amigo que me prestó su mano cuando lo necesité. Ahora, yo le prestaba la mano a la abuela y a Jesús. En ese instante, era yo su instrumento.

Gracias. No sé nada más qué decir... Gracias.

Foto: Verónica Pérez Peña / Rio de Janeiro / 2015


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