Cuando Irma comenzó la universidad, tuvo que salir rápidamente. Muy joven y sin casarse, quedó en estado. Los papás de Luis le advirtieron que él no dejaría la universidad para trabajar y mantener a su futuro bebé. Que ahora, que sería padre, con 18 años, debía ponerse los pantalones como el hombre de la casa. Tendría que trabajar y estudiar a la par. Irma se encargaría de la casa. Ambos irían a vivir con la abuela Franca, quien estaba sola y tenía dos cuartos extras en su casa de La Pastora. Allí Irma aprendería a hacerse cargo de un hogar y de un niño.
Los meses pasaron rápido, demasiado para Luis, quien trabajaba en la cocina de una arepera 24 horas cambiando turnos, para poder lograr asistir a clases en Universidad Central del Venezuela, donde estudiaba química. Sus intenciones siempre habían sido trabajar en un gran laboratorio o en la industria petrolera. Así su vida, la de su mujer y la de su hijo, no les faltaría nada. El dueño del local de arepas “adoptó” al muchacho. Como buen portugués le inculcó el valor del trabajo incansable. Igual, le enseñó a trabajar la albañilería y la carpintería, convirtiéndose en el jefe de mantenimiento de los restaurantes y mercados que Don Joao tenía.
Al graduarse de químico, Luis consiguió empleo en un laboratorio modesto, suficiente para que poder comprar un apartamento en la avenida Panteón, pagarle un buen colegio a Salvador y cancelarle a la bisabuela un sueldo básico para cuidar del niño mientras Irma tomaba su turno en la universidad.
En cinco años y con mucho esfuerzo, Irma logró graduarse de administradora y obtener un empleo en el Ministerio de comunicaciones, en el que permaneció durante 30 años, hasta su jubilación. Luis, por su parte, concursó en tres ocasiones para impartir clases en la universidad que lo vió graduarse hasta que logró una plaza como profesor, mientras trabajó en varios laboratorios, según le pareciera o lo necesitara. Un jefe cascarrabias, un proyecto aburrido, un cambio. Cualquier cosa sirvió para llevar a a Luis a 32 años de labor ininterumpida, solo por alguna gripe, la muerte de algún familiar o las peleas de Salvador en el colegio…
El día de mayor triunfo para ambos fue cuando su único hijo, se gradúo de ingeniero de sistemas. Le costó pues las materias de cálculo le hacían la vida difícil, pero lo logró.
Como pudo, el muchacho reunió dinero y algunas de sus cosas, y se fue a otros rumbos. El hijo de Irma y de Luis había decidido emigrar. Según sus propias palabras, el país no le ofrecía la vida que buscaba. Decía que las marchas, los perdigones, los amigos presos eran lo que necesitaba para tomar las maletas.
El resto de la historia, pues ya es conocida... A través de la ventana de cualquier negocio de Buenos Aires, una pareja de tercera edad camina agarrada de mano. Preguntan con vergüenza si pueden dejar sus currículos. “Para lo que sea, mi’ja. Vivimos aquí cerca, en casa de nuestro hijo pero no queremos ser una carga”. “Ya somos viejos pero trabajamos bien. De joven hice mucha albañilería y también fui profesor. Si sabe de algo, nos avisa. Ahí está el teléfono de nuestro hijo”.
Se tiene una buena historia cuando hay un final. Pero en esta, el final no tiene todavía una conclusión clara. Solo unos aventureros, que como muchos, se internan en la eterna Ciudad de la furia.
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