Cuando Bernardo compró el bote, ya eran pocos los cabellos que le danzaban al ritmo del viento marino.
Había escogido unos lentes Carrera tipo aviador para cubrir sus ojos del sol veraniego. Eran como los que usaba Julio Iglesias en esa revista que estaba sobre la mesita de café en la sala de esperas de la aseguradora. Tenían un liviano marco de carey oscurecido y espejuelos grises. También compró una baratija juguetona: la gorra de capitán de color blanco que solo usaba cuando quería ganar el respeto de sus invitados, como cuando le pidió a su jefe, el señor Danesse, que le acompañara en un día de pesca en el que ninguno pescó pero fue uno de los mejores días de la vida de Bernardo Domínguez, pues silenció a su antipático patrón. Únicamente él era el capitán del Pamela, como llamó a su yate. Por fin era el comandante de un pedazo de su vida. Solo él.
Estuvo tras su hermoso y sencillo yate Wellcraft de 28 pies durante años. Dejó de ir a las vacaciones que había planificado con su hermano Julio a Río de Janeiro. Estaría tres semanas en ese Brasil que adoraba a escondidas. Se imaginaba entrando en el tibio mar de Copacabana, viendo pasar a la mulata de sus sueños, tomándola de la cintura e invitándole a una Caipirinha que se transformaba en desayuno continental en el Hotel Plaza Ipanema, después de llevarse a la cama a la negra que su madre le prohibía ver hasta en revistas. No importó si le pagaba o no. Con esa dama de trasero carnoso había sufragado la curiosidad de muchacho calenturiento que miraba tímido a las mujeres de cabello negro y tez sol, que entraban el subterráneo cuando iba o volvía de la aseguradora. También dejó a París para otro momento. Tal vez para cuando fuese más adulto y pudiera apreciar el Louvre en vez los cabarets y los bares.
Poco a poco dejó de ir al Club Español a jugar tenis con su amigo Eduardo Pineda. Caros los zapatos, el club y las raquetas. A su edad, doña Consuelo de Domínguez, madre del joven, y de tres más, esperaba que Bernardo dejara los juegos de niño, las conversaciones de fútbol, las fiestas de barrio y los helados en invierno. Consuelo pedía a gritos al padre de Bernardo, don Alonso, que le sacudiera la vida al muchacho como quien recoge una camisa del tendedero y la estira al aire para que tome mejor forma. Realmente Alonso se escondía tras las páginas del diario y en las ondas el noticiero radial. Suficiente falta de consuelo con Consuelo.
Para hacerse adulto el bote, o la vida, lo llevaron a la oficina hasta en domingos. Trabajó horas extras en la aseguradora durante tres años, hasta que lo subieron al cargo supervisor, con un mejor sueldo. Coincidió con la llegada de Martina Colombo a su destino. Los ojos verde-miel de la muchacha le estallaron el alma a Bernardo quien comenzó a dejarse llevar por la corriente del enamoramiento. Helados cada noche, cine, musicales, óperas, restaurantes… Siempre buscaba lo mejor para la que sería su mujer, mientras que él se paseaba por el menú consiguiendo lo menos costoso, escogiendo vinos regulares para sí, dejando de lado los postres. No para mantenerse en forma sino para conservar la forma de su billetera.
Bernardo tuvo una boda modesta. Con la familia cercana. Unos 40 invitados. Martina anuló su sueño de una celebración enorme pues ella misma quería ahorrar para comprar una casa cerca de la playa. Buena idea para sacar el bote cuando Bernardo lo llevara a casa. Entretanto, se mudaron a un departamento de dos habitaciones en Vicente López, en Buenos Aires. Buena zona. No la mejor, pero buena. Cerca de todo y de nada. Inclusive, Bernardo ahorró al adquirir su propio plan de seguros. Nunca pagó la póliza “oro”. Optó siempre por la bronce, como si su vida se tratase como de una competencia olímpica en la que llegar de tercero era lo más conveniente. Al final tendría un buen yate.
El bote llegó en el momento justo. Ya las niñas no estaban tan pequeñas como para marearse ni tan grandes como para no querer compartir con su padre durante los fines de semana y los pocos días de sol del sur. Llegó cuando Martina decidió no cumplir más edad y se estacionó en los 28. Firme y consecuente con su belleza, fluyó con la sanación del alma que representa el día tras día. El plan bronce pagó gran parte del tratamiento de la mujer de Bernardo, pero no lo suficiente. Lo ahorrado para la casa y para el yate sirvieron para darle un tenue brillo parecido a la paz a los últimos días de vida de Martina. Después de almorzar espagueti carbonara el Domingo de Ramos, la mujer se tumbó en la cama junto a sus dos hijas. El trío quedó profundamente dormido. La imagen más bella de la cabeza de Bernardo. Dos días después los ojos verde-miel de Martina no volverían abrirse.
“No corran por el bote. Y menos cuando está anclado”, regañaba Bernardo. Angela y Rocío detenían el trote por un rato, por respeto a su padre, pero la inquietud infantil, que lleva a los niños a moverse sin razón, les renacía a cinco minutos de la palabras a gritos de su papá. De la popa a la proa, de estribor a babor, las niñas seguían siendo niñas. “No me muevan el bote”, repetía cada cierto tiempo para aplacar locuras infantiles y los piratas que florecían en las aguas saladas de un mar azul. Un azul mucho más oscuro que el que veía en las revistas de viaje que mostraban al tibio Caribe. “Después que termine de pagar el yate, vamos a Isla Margarita. Le dicen La Perla de Caribe porque su mar es tan suave y brillante como las cuentas nacaradas que lleva la abuela Consuelo en el cuello”.
“El próximo verano iremos, ¿verdad, papá?”. “Por supuesto, hija. Ahora, si dejan de correr y no se moviera el bote lado a lado, iremos en nuestro propio yate. Viajaremos por toda la costa de América del sur, pasando por Uruguay y todas las playas lindas de Brasil. Después por la Guayana Francesa y por Surinam y hasta llegar a Venezuela. Serán meses de viaje, Ángela. Tendríamos que salir apenas acaben los días de colegio para aprovechar los meses de vacaciones. Claro, si queda barco y ustedes no lo hunden con sus carreras. Yo pediré vacaciones largas en la aseguradora. Tengo 17 años trabajando casi sin parar y todo para este momento. Mamá no pudo venir con nosotros pero nos cuidará desde el cielo. Rocío, hija: ¡no corras más en el bote!”.
En la solapa del saco gris de invierno, Bernardo luce un botón de oro por 55 años de trabajo en la aseguradora. Fue vicepresidente de la más importante compañia de seguros de Argentina. Ya sin cabello y 90 años a cuestas, pese a su estatura, se le mira débil y reducido en la cama de la clínica. La cuidadora le pone unas pantuflas y le abrocha el abrigo largo. Debajo, lleva una franela blanca, un pañal de adultos y medias. Lo trasladan a casa. En la camilla le pide a su Rocío, que no le mueva el bote. Que es un yate que costó mucho dinero y tiempo. En la ambulancia, mira a los ojos de quien le acompaña y pide, una vez, que no le hagan tambalear su embarcación.
En la cama clínica de su habitación, en el barrio Vicente López, en el mismo departamento en el que vivió con Martina, los camilleros lo ruedan hasta su cuarto. Grita que está mojado. “Debe estar haciendo agua el bote. Se lo dije a Rocío y a Ángela. Hay que detenerse en Fortaleza para reparar el bote, sino, no llegaremos a Isla Margarita. Vamos a comprar una casa frente al mar. ¿Sabés?”.
El movimiento de la cama o del bote con ruedas dejó cansado a Bernardo, que durmió toda la tarde, hasta la hora en que la cuidadora se retiraba a su hogar, el hombre de mar estaba dormido.
“Papá está cansado. ¿Todo bien?”, pregunta Ángela, la hija mayor de Bernardo. “Sí. Estuvo hablando de su bote en todo momento. De sus viajes. Que no le movieran el yate cuando los camilleros lo trasladaron hasta aquí. Me regañó como a tu hermana Rocío. Que no le moviera el bote. Que dejara de correr. Como que ustedes eran unas niñas inquietas”, sonrió la buena mujer, que buscaba un gesto igual en su interlocutora. “Papá nunca tuvo un bote. Ni siquiera habló de ello. Nunca me dijo que quería un yate. Lo que sí recuerdo que después de la muerte de mamá, nos llevó cada año a Mar de Plata a mí y a mi hermana, y pasaba horas mirando el océano. Eran días felices para los tres, lejos de mi abuela Consuelo y sus palabras duras. Cuando cumplí 12 años, don Bernardo conoció a Estela, la hija de una amiga de Consuelo. Se casaron a los pocos meses. Ella era divorciada y tenía dos hijos, más chicos que nosotras, que nos sustituyeron, porque Bernardo nos llevó a vivir con la abuela y ya no nos visitaba. Casi no nos recibía en su oficina. Era un hombre muy ocupado para vivir. Ahorraba en todo. Podrás imaginar cuando yo venía en su cumpleaños y veía las fotos de Estela con sus hijos, viajando por todas partes, sentía un profundo dolor que parece envidia, pero no. Era necesidad de padre. Mi hermana se cansó de la situación entre la abuela y mi papá y se fue de la casa. Yo conseguí cupo en una universidad lejana, así que hice mi vida en otra provincia. Mi hermana falleció cuatro años después. Viajaba en moto con un muchacho por Brasil. Ella siempre quiso ser libre y qué más libre que una moto… Bueno, tal vez un bote”.
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