Mi abuelo Lelis partió hace 18 años, aunque a mí me suena que fue ayer no más.
Recuerdo todo con bastante exactitud. Era miércoles, y a duras penas logró incorporarse. Tenía una tos extraña y su pecho un sonido como que el aire le faltaba. A lo lejos estaba yo sentada en mi cama. Estudiaba para el parcial de Opinión Pública, una de las materias más duras de la carrera, tal vez no por el contenido, que es realmente fascinante, sino por la profesora (la periodista Marta Colomina) quien es estricta y fuerte, con poca sutileza para demostrarle a uno, su alumno, que se equivocó de vida y de profesión. Levanté la mirada desde mi habitación y vi pasar a mi abuelo al baño. Aún no comprendo cómo logró levantar sus pies y sortear el pequeño escalón que daba al sanitario. En ese momento pensé: voy a estar con el dolor de mi abuelo yéndose mientras hago ese bendito examen. Así fue... nueve días después, mi abuelo, "Corderito", como le llamaban sus conocidos, había ido a conocer a los ángeles.
Fueron días muy duros, para mi mamá, para mis tías y aún más, para mi abuela. Recuerdo cada cosa, cada color, las ropas, lo qué hicimos, lo qué comimos, cómo Marga se enfermó con una migraña terrible, cómo Daniela caminaba con sus escasos dos años por el funeral.
Tuve con mi abuelo una conexión muy especial. Pese a que tenía muchos nietos de su primer matrimonio, yo siempre estuve con él. Veíamos El Zorro y Tarzán juntos cada tarde. A decir verdad, él lo veía y yo me ponía a su lado, en el piso, a jugar o a colorear. Recuerdo que mi abuelo usaba creyones para marcar su caballo favorito. Así que un Día del padre le regalé (gracias a mi mamá) una caja de Prismacolor pero de los colores de plástico, a los que no había mucho que sacarle la punta porque rayaban hasta de costado.
Uno de mis primeros recuerdos es mi abuelo llegando de la Romería Blanca de Acción Democrática, bastante tomado, bueno, borracho, pero con el cariño de traerme un muñequito de ropa rosada que le compró a algún compadre adeco. Mi abuela, preocupada porque se tambaleaba un poco lo obligaba a irse a la cama con una paciencia de monje. Entendí que algo le pasaba. Igual comprendí que estaba enfermo. Supe siempre que el alcoholismo era una enfermedad con la que mi abuelo luchó mucho tiempo, y logró vencer (casi siempre), gracias a la voluntad. La misma voluntad que le hizo renunciar al cigarro cuando yo nací.
Corderito tenía la costumbre de caminar, de saludar a la gente y de buscarme al metro, aunque ya estaba en edad de ir sola. Y siempre, de vuelta a la casa de mis abuelos, pasábamos por debajo de un arbolito de azahar. Yo aspiraba fuerte, con todo lo que pulmones me daban, para llevarme por dentro el perfume suave de las flores blancas de esa planta. Y con frecuencia, mi abuelo me cortaba una florecita del árbol, como para que el aroma se mudara conmigo, al menos, por una noche.
También, mi abuelo Lelis me llamaba "Verio", cosa que no soportaba porque era como una burla y terminaba siempre peleando sola. Tal vez era la venganza de Corderito porque usualmente, cuando roncaba, me iba hasta su cuarto y lo despertaba para que se moviera y me dejase dormir. Todas las noches era el mismo susto de este fantasma quejón que nunca aprendió a descansar con ruido.
Siempre hay señales que mi abuelo está conmigo. Que me cuida. Que está pendiente de mi desde le cielo y que sabe que los extrañamos, sobre todo en navidad, cuando le daba por ponerle musgo hasta a la cuna del Niño Jesús u ovejas tamaño Godzilla al nacimiento, mientras se convertía en el sacrificado muchacho de mandado de Julia, mi abuela, cuando hacía las hallacas, la comida de la época... Ustedes pensarán que es casualidad pero cada vez que necesito sentirlo aparece en mi camino un árbol de azahar que me cobija con su olor y cuando firmo cualquier correo electrónico, por alguna razón, el dedo se vuelve loco y escribe "Verio"... Así sé que está él, Corderito, allí conmigo.
Gracias abuelo...
(foto tomada de Elherbolariodelola.com)
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