Amarillo


Uno de los pajaritos vecinos. Vive en el árbol frente a la casa

Siempre he tenido miedo a las aves. Más que miedo, fobia. "Ornitofobia", es el término correcto.

Realmente no sé cuándo desarrollé este tipo de trastorno porque hay pruebas fotográficas que apenas aprendí a caminar, perseguía a las palomas de la Plaza Bolívar, lugar que no recuerdo haber caminado en paz.

La teoría de mi papá es que en el espacio de contacto del Zoológico El Pinar, en Caracas, vi a una gallina "piroca"(cuello desnudo) y corrí en dirección contraria, como Usain Bolt en los 100 metros planos. Yo no lo puedo rememorar pero aseguro que mi padre tiene la razón.

Aunque no lo crean, esta fobia me ha traído varios problemas. Como por ejemplo, cruzar las calles sin mirar cuando hay un grupo de palomas en la acera. Sencillamente no puedo caminar cuando las veo. Me paralizo y no pienso, y termino por atraversarme a un camión a toda marcha. Ya ha ocurrido en varias ocasiones. Tampoco no entro a los mercados populares pues hay gallinas. Las escucho en la distancia... 

Sin embargo, el miedo se me apaga cuando  se me activa la protección de los que quiero. 

En la zona en la que vivo, como en la mayor parte de la geografía estadounidense, hay muchos cuervos. Grandes, negros, escandalosos, que generan temor al pasar. Surcan los cielos con derecho de antiguedad y se adueñan de los espacios cercanos. 

Debo confesar: Les tengo mucho miedo. Los evito. Pero algo insual ocurrió: Paseando a los perros (Sol y Luna) sentí que tres éstos pajarracos nos perseguían (Y no. No eran Bran Stark). Dije: "Capaz estoy loca, pero Diosito, preséntame algo para defendernos si esos bichos atacan". Tres pasos más allá había una rama fuerte y larga, así que la tomé y la llevé conmigo. 

Más cerca de la casa, casi al llegar, uno de los cuervos voló muy bajo en dirección a Luna, quien estaba precedida por Sol. Al verlo descender me paré como José Altuve en el plato, dispuesta a golpearlo con el palo si se acercaba a los perros. Por suerte, Sol saltó y el ave se asustó y elevó su vuelo.

El cuervo se paró sobre un poste, junto a los otros dos oscuros personajes, como un trío de malandros regañados.

Yo, rama en mano, en una especie de baile indígena-brujo-Potter, les dije que no dudaría en golpearlos si se atrevían a atacar. Grité, hacía ruidos con mis pies y mostraba la rama (Seguramente mis vecinos pensarán que estoy loca, pero eso es común por aquí). 

Por segundos, superé el miedo. Sigo con la fobia, pero la he ido mejorando al punto que recordé algo que había bloqueado en mi memoria: Amarillo.

Amarillo fue el canario de mi abuela Laura. Era una cosita pequeñita, dulce y amable, que revoloteaba en una jaulita verde claro. Para ser un canario, era muy circunspecto y apasible.

Pude recordar que cuando jugaba en la casa de mi abuela, con mis coroticos en el piso, le pedía al que estuviera cerca que pusiera a Amarillo junto a mí, para que me acompañara. Hablaba con él.

También recordé que cuando mi abuela le limpiaba la jaula, agarraba una bolsita de pan (las de papel) y hacia una especie de cuevita. Dejaba correr el agua del fregadero y Amarillo se daba un duchazo y luego, lentico, se colocaba en la bolsa-cueva a secarse y descansar. No sin antes tener a su lado un pedacito de cambur.

Nunca lo vi volar. Creo que tenía algún problemas con sus alitas. Tal vez se quebraron o estar encerrado hizo que no las desplegara o sencillamente era como yo ante el volante: con licencia pero con temor de conducir.

Eso sí, Amarillo cantaba como los dioses y con su potente gañote endulzaba la tarde a los que teníamos la suerte de escucharle. Algo así como El Ruiseñor de Hans Christian Andersen.

Murió con la misma elegancia que vivió. No molestó a nadie. No dijo nada. Era su secreto y su propio pedacito de libertad. Solo entonó sus últimas notas y se fue a dormir. A la mañana siguiente de un día normal, durante mi adolescencia, mi papá me llamó para decirme que Amarillo finalmente se había ido al cielo.

Espero que por allá pueda extender sus alas y volar, y seguir cantando como los mejores.

Gracias cuervos horribles por haberme recordado a un pequeño canario que me hizo muy feliz y por haberme desmostrado que los miedos se superan cuando uno menos lo piensa, así sea, por instantes.














































































































































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